Cuando pienso en aquellas navidades, más que imágenes, veo sabores, veo olores. Y quizás, haciendo un pequeño esfuerzo, aún los pueda degustar en algún lugar recóndito del cerebro, al que llamamos memoria.
Y veo las calles céntricas de mi ciudad, muy transitadas por gente con prisa, y cargada de paquetes, todos abrigando su cuerpo y la esperanza de hacer feliz a alguien.
Calles repletas de luces, de bombillas multicolores. Y niebla, y frío. Mucho frío.
Pero sobre todo, llega a mí, el olor a castañas calientes, y la imagen casi espectral de aquellas castañeras con su halo mágico, refugiadas entre chapas metálicas verdes, y mirando a los transeúntes con la serenidad de quien ya no espera nada de la vida.
Me acuerdo de cuando nevaba, y cuando la nieve suponía una novedad, todo un acontecimiento, especial, muy especial. Se vestía de blanco la ciudad, y nosotros, los niños, hacíamos densas bolas de nieve con ella, y nos las arrojábamos los unos a los otros. Era recomendable lleva pasamontañas, de esos por los que asomábamos la nariz y la mirada, y el aliento humedecía la lana.
Luego, tras la batalla, ya en casa, y al calor de una estufa de butano, me quitaba las rojas botas de agua, y mis arrugados pies me decían que la nieve había entrado en ellas.
En una de esas navidades con olor a castañas calientes, recuerdo que iba con mi madre de la mano, paseábamos por una calle del centro, con luces, villancicos de fondo, y frío, mucho frío. Se acercaba el día de Navidad e íbamos a unos grandes almacenes, en la puerta había concentrada una gran multitud, la mayoría niños, y como centro de aquella algarabía, un personaje ilustre, Papa Noel.
Me habían dicho que era quién, junto a los Reyes magos, traía los regalos a los niños. Yo ya lo conocía, porque el año anterior también lo había visto en la calle, aunque juraría que estaba mucho más gordo esta vez. En su regazo, había un niño más pequeño que yo, haciendo su pedido.
Miré a mi alrededor, los niños hacían fila para pedir sus juguetes, algunos lloraban asustados ante tan orondo señor de barba blanca. Las mamás parecían felices, reían, incluso aquellas cuyos hijos berreaban. Sí, había alegría en el ambiente.
Y entonces, mi mirada chocó con la de un señor que estaba detrás de Santa Claus. Tendría la edad de mis padres, y vestía con una gabardina negra, dándole cierto aire siniestro, que lejos de atemorizarme me llamó la atención, ya que de sus ojos, caían lentamente unas lágrimas. Nos miramos fijamente unos segundos, quizás minutos. Y esa imagen se me quedó guardada en ese lugar recóndito, la del hombre que lloraba junto a Papá Noel, y junto a esa imagen, un sentimiento de pena, y de tristeza.
Y ese recuerdo ha sido rescatado, hoy, veinticuatro de diciembre, casi treinta años después, cuando he salido del trabajo con prisa. Y he ido hacía unos grandes almacenes a comprar los regalos, y en la puerta, un obeso Papá Noel trataba de hacer frente a las demandas de un sinfín de niños. Pero hoy no olía a castañas, ni las luces brillaban como antaño, ni se respiraba alegría en el ambiente, sino todo lo contrario.
Entonces me he acordado de aquellas navidades de la niñez, y una profunda nostalgia me ha invadido, y sin querer, unas lágrimas han aparecido en mis cansados ojos, resbalando por mis mejillas y cayendo a mi gabardina oscura.
Y en ese momento, me he dado cuenta, que había un mocoso mirándome fijamente, durante segundos, quizás minutos. Y entonces me he dado cuenta de que, aquel niño, sentía lástima de mí.
miércoles, 30 de diciembre de 2009
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